En la segunda planta del hotel tenemos nuestra sala de juegos. Un futbolín con un portero, tres defensas, tres medios y ¡cuatro delanteros! Dos mesas de ping-pong; una mini bolera sin luz rescatada de los billares de Mikas; dos ruletas rusas; dos mesas de black-jack y cuatro mesas para jugar al póquer.
Recuerdo una tarde:
Después de conseguir ganar seis botellas de naranjada en una docena de partidas a la ruleta, mis amigos y yo decidimos ir hacia el campo de deportes.
Nada más llegar, a Jon se le ocurrió la brillante idea de subir hasta lo alto de la montaña, nos preguntó que calculáramos cuánto iba a tardar en llegar a la cima y volver.
Comentamos que tres horas pero Ezequiel nos corrigió; dos horas y media le escuchamos decir.
-Yo lo haré en dos horas, -dijo Jon-, os lo voy a demostrar –y salió corriendo.
Le dejamos de ver cuando llegó a la primera zona de rocas, -ahí el camino se volvía más agreste y complicado-; apareciendo de nuevo sobre la ensenada que hay junto a la cabaña de los pastores. Nos hizo un saludo y prosiguió su camino hacia la cumbre.
Mientras Jon intentaba realizar una gesta, nosotros, nos entregamos de lleno a nuestros juegos olvidando por completo que Jon se había marchado. Cuando Dariusz recobró el sentido del tiempo, levantándose del suelo nos preguntó:
-¿No creéis que está tardando demasiado?
Ezequiel miró su reloj y contestó: -Subo a por él.
Decidimos acompañarle pero uno de nosotros tenía que quedarse esperando noticias. Lo echamos a suerte y le tocó a Dariusz; si al entrar la noche no estábamos de vuelta avisaría en el pueblo.
Ezequiel, Dana y yo comenzamos nuestra nueva misión.
Subimos por la ladera de la montaña sin hacer ruido; llamábamos a Jon con nuestro silbido en clave de morse pero no contestaba nadie.
Cuando llegamos a la cabaña nos dimos cuenta que había parado a mear, pues aún quedaban restos de pipí dentro del cubo que utilizan las cabras para beber.
Las nubes comenzaban a cerrarse y la noche nos acechaba. Dana contó, que cuando tenía cuatro años subió hasta el refugio una tarde con su padre, y debido a la obscuridad de la noche se perdieron. Estuvieron durante tres horas oyendo a los lobos aullar, hasta que gracias a una pequeña luz que les hizo de guía, encontraron el camino de regreso. Nunca encontraron al dueño de la linterna.
-Eh! Ahí se ve algo –susurró Dana.
-Sí. Lo veo –contestó Ezequiel.
-Son dos personas –aclaré yo.
Eran dos soldados descansando junto a un penacho. Iban armados seguro.
Permanecimos agazapados entre dos árboles caídos vigilando los movimientos de los soldados con la respiración entrecortada, sin mover un solo músculo del cuerpo por temor a romper algún trozo de madera y alertarlos. Estaban fumando, y por el olor del humo que nos llegaba era marihuana. Comenzaron a bromear
y uno de ellos decidió meterse al cobijo de una cueva. El amigo le acompaño.
Nosotros decidimos acercarnos, teníamos que comprobar si estaba en su poder nuestro amigo Jon. Comenzamos a oír unos jadeos y un ruido intermitente y continuo.
Ezequiel nos dijo:
-Desde aquí puedo ver sus armas, están apoyadas sobre la roca, se las han dejado fuera. Ellos están dentro, distraídos con lo suyo; voy a llegar hasta ellos, tardaré tres segundos. Cuando se hayan dado cuenta estaré apuntándoles con una de sus armas; vosotros no os mováis. Si intentan salir del agujero dispararé. Si consiguieran zafarse de mí, espero que Jon nos esté observando.
Termino de hablar y salió disparado como los escupitajos de Dana.
No lo vimos coger el arma; cuando levantamos la vista de nuestros zapatos ya los tenía encañonados. Nos acercamos con cautela. Ellos, en nuestro idioma, le sugerían a Ezequiel que dejase el arma en el suelo. Ezequiel los miraba sin pestañear; sin inmutarse; apresado por un ataque de miedo, ese miedo que no se proyecta hacia el exterior mediante ninguna vía.
De repente un soldado pretendió salir fuera de la cueva, y desde lo alto, para cortarle el paso al más valiente
de los dos, Jon lanzó una piedra abriéndole la cabeza. El otro individuo al ver a su compinche en el suelo y dándose cuenta de que Ezequiel le tenía encañonado, se puso de rodillas y comenzó a llorar.
Ezequiel le puso el arma en la frente y le ofreció un breve discurso:
-Te tengo ante mí, muerto de miedo. Pero no eres un cobarde, yo ya me abría meado encima. Aprecias tu vida. La darías por tu compañero, pero no dispones de opciones. Si te mato posiblemente me afecte tanto que nunca ya más pueda dormir. Si te libero, mejor deja esta guerra y márchate a tu país – le aconsejo Ezequiel.
Nos miramos al unísono los unos a los otros… Ezequiel cogió el arma de la cincha con una mano y de una
sacudida, la tiró por el precipicio. Yo agarré el otro fusil e hice lo mismo.
El soldado, se quedó enroscado en el suelo pidiendo perdón mientras nosotros apresurados comenzábamos a
descender. Bajábamos casi más rápido que cuando subíamos, aún siendo casi de noche.
Cuando llegamos al campo de deportes, al ver a Dariusz, me tiré al suelo, encima de mí cayó Dana.
A los pocos segundos estábamos los cinco en el suelo, abrazándonos y riéndonos, contándole a Dariusz como el capullo de Jon le había abierto la cabeza de un pedrazo a un soldado.
De esta aventura nadie supo nunca nada.