Intercambio de papeles

fernandoalmenar a

Le concedí tres días de prueba, ni uno más.
ANA
-Abel no puedo más.
ABEL
-¿Qué pasa?
ANA
-Pues pasa, que estoy hasta los mismísimos ovarios de ti.
ABEL
-¿De mí?
ANA
-De ti solo no…
De tus pedos. De tus eructos cacofónicos. De tu forma de absorber la leche por la mañana. Del olor de tus pies. De los pelos enredados en el desagüe de la ducha. De la televisión que me haces ver y que detesto. De tu forma de frenar. De la dichosa ventanilla. De las veces que pasas por la puerta del bar para ver si están tus amigos. De tu madre, y de tu padre; de tus hermanos y primos, y de los antepasados de tus ancestros más primitivos. Estoy cansada de esperarte.
Podría estar enumerándote ejemplos como una hora más, pero lo he condensado.
ABEL
-¿Y qué puedo yo hacer?
ANA
-Cambiar pedazo de idiota cambiar.
ABEL
-¿Cambiar? No puedo cambiar.
ANA
-Pues entonces me largo; tú te quedas con la casa y yo con Igmar.
ABEL
-Está bien… Lo intentaré.
ANA
-Te ofrezco tres días. Ese es el periodo de adaptación que te ofrezco.

Hoy, después de seis meses, Abel ha conseguido hacer desaparecer esa sensación de inferioridad que le invadía; esa frustración que le oprimía el pecho.
Durante todo este tiempo, yo he hecho de hombre, y él de mujer. No paramos de follar.

El imperfecto amanerado

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a) ¿Por qué fumas?
b) Preferiría hablar de otras cosas.
a) ¿Cómo cuáles?
b) ¿Una de ellas?… Siempre me pregunto: ¿por qué eres tan estúpido? por ejemplo.
a) No es que me hayas herido en el corazón, porque estoy al cien por cien de acuerdo contigo, pero no sé cómo solucionarlo.
b) Observa. Mientras tú cometes innumerables estupideces, lo único que hago yo es reírme.
a)…un bufón. Un payaso. Eso es en lo que me he convertido.
b) Me parece perfecto. Pero yo creo que puedes seguir interpretando ese papel sin molestar a nadie, o es más, sin hacer ningún juicio de valor.
a) Difícil me lo pones; compréndeme. ¿Cuál sería la otra opción?
b) No hay más opciones. Es muy fácil de enjuiciar, no hay más derechos.
a) Me has dejado sin moral. Intento respirar.
b) No lo intentes, hazlo.
 Koniek.

Coliplayas del invierno

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Las gaviotas vuelan en círculo como los buitres esta mañana de invierno, mientras una pareja se baña ignorando el agua fría de noviembre.
El padre, agachado en la orilla, deja llevar su imaginación observando las pequeñas conchas de la orilla.
Un hombre con una pelota en la mano espera la reacción de una mujer, que sentada sobre la arena ojea el móvil.
Poetas con bufanda. Estudiantes en medias de algodón. Corredores de fondo intentando recuperarse de alguna lesión. Veleros que avanzan y retroceden, todos en pareja.
Un perro feliz que se deja acariciar. Pies descalzos esperando que llegue una minúscula ola. Una pequeña brisa de viento, casi imperceptible, descubierta por el ondear de las banderas.
Perros, perros y perros, blancos y morenos, pequeños.
Una anciana vestida con su chaqueta de andar por la playa.
Mujeres en pantalones cortos desvían mi atención…

Cartas a nadie (Letters to anyone).III

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En la segunda planta del hotel tenemos nuestra sala de juegos. Un futbolín con un portero, tres defensas, tres medios y ¡cuatro delanteros! Dos mesas de ping-pong; una mini bolera sin luz rescatada de los billares de Mikas; dos ruletas rusas; dos mesas de black-jack y cuatro mesas para jugar al póquer.
Recuerdo una tarde:
Después de conseguir ganar seis botellas de naranjada en una docena de partidas a la ruleta, mis amigos y yo decidimos ir hacia el campo de deportes.
Nada más llegar, a Jon se le ocurrió la brillante idea de subir hasta lo alto de la montaña, nos preguntó que calculáramos cuánto iba a tardar en llegar a la cima y volver.
Comentamos que tres horas pero Ezequiel nos corrigió; dos horas y media le escuchamos decir.
-Yo lo haré en dos horas, -dijo Jon-, os lo voy a demostrar –y salió corriendo.
Le dejamos de ver cuando llegó a la primera zona de rocas, -ahí el camino se volvía más agreste y complicado-; apareciendo de nuevo sobre la ensenada que hay junto a la cabaña de los pastores. Nos hizo un saludo y prosiguió su camino hacia la cumbre.
Mientras Jon intentaba realizar una gesta, nosotros, nos entregamos de lleno a nuestros juegos olvidando por completo que Jon se había marchado. Cuando Dariusz recobró el sentido del tiempo, levantándose del suelo nos preguntó:
-¿No creéis que está tardando demasiado?
Ezequiel miró su reloj y contestó: -Subo a por él.
Decidimos acompañarle pero uno de nosotros tenía que quedarse esperando noticias. Lo echamos a suerte y le tocó a Dariusz; si al entrar la noche no estábamos de vuelta avisaría en el pueblo.
Ezequiel, Dana y yo comenzamos nuestra nueva misión.
Subimos por la ladera de la montaña sin hacer ruido; llamábamos a Jon con nuestro silbido en clave de morse pero no contestaba nadie.
Cuando llegamos a la cabaña nos dimos cuenta que había parado a mear, pues aún quedaban restos de pipí dentro del cubo que utilizan las cabras para beber.
Las nubes comenzaban a cerrarse y la noche nos acechaba. Dana contó, que cuando tenía cuatro años subió hasta el refugio una tarde con su padre, y debido a la obscuridad de la noche se perdieron. Estuvieron durante tres horas oyendo a los lobos aullar, hasta que gracias a una pequeña luz que les hizo de guía, encontraron el camino de regreso. Nunca encontraron al dueño de la linterna.
-Eh! Ahí se ve algo –susurró Dana.
-Sí. Lo veo –contestó Ezequiel.
-Son dos personas –aclaré yo.
Eran dos soldados descansando junto a un penacho. Iban armados seguro.
Permanecimos agazapados entre dos árboles caídos vigilando los movimientos de los soldados con la respiración entrecortada, sin mover un solo músculo del cuerpo por temor a romper algún trozo de madera y alertarlos. Estaban fumando, y por el olor del humo que nos llegaba era marihuana. Comenzaron a bromear
y uno de ellos decidió meterse al cobijo de una cueva. El amigo le acompaño.
Nosotros decidimos acercarnos, teníamos que comprobar si estaba en su poder nuestro amigo Jon. Comenzamos a oír unos jadeos y un ruido intermitente y continuo.
Ezequiel nos dijo:
-Desde aquí puedo ver sus armas, están apoyadas sobre la roca, se las han dejado fuera. Ellos están dentro, distraídos con lo suyo; voy a llegar hasta ellos, tardaré tres segundos. Cuando se hayan dado cuenta estaré apuntándoles con una de sus armas; vosotros no os mováis. Si intentan salir del agujero dispararé. Si consiguieran zafarse de mí, espero que Jon nos esté observando.
Termino de hablar y salió disparado como los escupitajos de Dana.
No lo vimos coger el arma; cuando levantamos la vista de nuestros zapatos ya los tenía encañonados. Nos acercamos con cautela. Ellos, en nuestro idioma, le sugerían a Ezequiel que dejase el arma en el suelo. Ezequiel los miraba sin pestañear; sin inmutarse; apresado por un ataque de miedo, ese miedo que no se proyecta hacia el exterior mediante ninguna vía.
De repente un soldado pretendió salir fuera de la cueva, y desde lo alto, para cortarle el paso al más valiente
de los dos, Jon lanzó una piedra abriéndole la cabeza. El otro individuo al ver a su compinche en el suelo y dándose cuenta de que Ezequiel le tenía encañonado, se puso de rodillas y comenzó a llorar.
Ezequiel le puso el arma en la frente y le ofreció un breve discurso:
-Te tengo ante mí, muerto de miedo. Pero no eres un cobarde, yo ya me abría meado encima. Aprecias tu vida. La darías por tu compañero, pero no dispones de opciones. Si te mato posiblemente me afecte tanto que nunca ya más pueda dormir. Si te libero, mejor deja esta guerra y márchate a tu país – le aconsejo Ezequiel.
Nos miramos al unísono los unos a los otros… Ezequiel cogió el arma de la cincha con una mano y de una
sacudida, la tiró por el precipicio. Yo agarré el otro fusil e hice lo mismo.
El soldado, se quedó enroscado en el suelo pidiendo perdón mientras nosotros apresurados comenzábamos a
descender. Bajábamos casi más rápido que cuando subíamos, aún siendo casi de noche.
Cuando llegamos al campo de deportes, al ver a Dariusz, me tiré al suelo, encima de mí cayó Dana.
A los pocos segundos estábamos los cinco en el suelo, abrazándonos y riéndonos, contándole a Dariusz como el capullo de Jon le había abierto la cabeza de un pedrazo a un soldado.
De esta aventura nadie supo nunca nada.

Cartas a nadie (Letters to anyone).II

vacaciones 2008 panasonic (205)

Como veis desde aquí arriba, ya no mana la fuente de piedra. El agua viva de gentil temperatura que alimentaba con sus nutrientes el verde musgo de las rocas, cambió su trazado. Creo que fue la segunda falta en mi vida.
“Los que pensaban como nosotros”, tiempo atrás, decidieron desviar su caudal intentando desabastecernos; nos afectó, pero mucho más a nivel sentimental.
Estábamos acostumbrados a peregrinar desde nuestras casas subiendo por el camino que habían trazado las bestias hasta el arroyo; una vez allí, arrojábamos piedras a la fuente mendigando un deseo; si este se cumplía, retornábamos en romería para darle gracias a la naturaleza y reafirmar de nuevo más anhelos.
Tampoco existe el parque. Lo tomó prestado el ejército un dos de septiembre, nos aseguraron que era un punto estratégico para la entrada de las tropas; yo nunca vi llegar a nadie. La charca que utilizábamos como un mar para botar nuestros barcos de papel, hoy en día esta obscura por las gotas de gasoil depositadas por los motores de los coches. En ese parking de desechos, se esconde la mayoría del arsenal mecanizado confiscado al enemigo durante los combates.
En la actualidad mis padres y yo vivimos en un gran hotel, junto a veintiséis familias.
El edificio en el que residimos lo construyó nuestro amigo Alexa. Alexa, años después de terminar su edificación se alistó con las milicias. Anduvo por la retaguardia con precaución de no ser herido por una bala perdida, ejerciendo el papel de psicólogo, hasta que un día, intentando coger un cerdo para desollarlo, murió de un infarto.
Le condecoraron póstumamente hace dos años; y además, en su honor, por el trabajo desempeñado en el frente pusieron su nombre a una plaza municipal, que linda hoy en día con el colegio. Plaza de Alexa Karamte-Arquitecto.

Cartas a nadie

FRANCIA-RAW-VACACIONES-(962)

La entelequia dibujó en mi mente a la innombrable “la encargada de anunciar”.
Ahora, lo veo todo muy lejano. Llegué a este mundo tan extraño temblando por el frío, pero no me atreví a llorar; me estremecí. Nací un 30 de diciembre en una región devastada por la guerra en la cual los niños menores que yo, famélicos, humillados por el enemigo e ignorados por el odio, estaban enfermos.
El último hospital que quedaba en pie antes de ser objetivo de algún adiestrado aviador necesitado de amor se ubicaba a los pies de la montaña, una masa de tierra que nos protegía del viento, en un país donde las temperaturas bajaban hasta menos treinta grados.
Cada amanecer, junto al muro que sostenía la parte gruesa de la edificación, con nuestro cuerpo orientado hacia el gran océano imaginado por todos, nos sentábamos a viajar hasta lugares inaccesibles e impenetrables para el resto de los mortales; esa travesía, solamente interrumpida por las voces de las enfermeras coreando las letras del alfabeto mientras suplían las enseñanzas de nuestros padres, nos transfería a nuestra irrealidad.
Ese hospicio se llamaba “Kamchatka”.
Una alborada, mi hermano, cansado de que me comportara como un chico, me dejó recluida en mí habitación.
Permanecí en el suelo aguardando a que regresara, jugando a ser una calabaza que vivía en un huerto rodeada por mariposas de miles de colores. Al cabo de dos horas de reclusión, decidí coger una silla y la acerqué a la ventana. Subida en ella pude ver el tejado del Kamchatka claramente, con sus tejas rojizas calientes por el sol; distinguiendo de entre la gente, a las personas enfermas que paseaban por el huerto con su pijama morado.
Me sentí triste.
Cuando estaba ya cansada del confinamiento, me asomé de nuevo al mirador y pensé en escaparme…
Con los ojos cerrados salté a la calle desde el primer piso, y antes de llegar con mis pies al suelo el hospital saltó por los aires. La visión se volvió fuego.
Grité el nombre de mi hermano Al-jabhar; con la misma fuerza en los pulmones que cuando tuve que ayudar a mi madre a recorrer el trayecto hasta una farmacia a expensas de un francotirador apostado en la calle mayor; ella se había quedado petrificada entreviendo el cuerpo desgarrado de su vecino esparcido sobre el asfalto.
Corrí y corrí hacia el hospital sin parar, hasta que al intentar saltar un pequeño muro caí al suelo; me levanté y abrí mis ojos pensando que todo ese humo y ese polvo eran inventados por mi imaginación.
Pero no, no fue así. Pude vislumbrar entre los cascotes despedidos por la explosión un cuerpo tiritando, ya casi sin temperatura, con la boca entreabierta.
Era mi hermano. Le mire a los ojos, y sonreí.

The oriental woman

18-07-2009 Sara Martinet -El baño- Espacio Pirineos (15)

Cerré la puerta y dejé las maletas en el suelo. Me dirigí hacia el comedor comprobando que todo andaba igual como yo lo había dejado.
Al llegar al salón, aluciné; una mujer de rasgos orientales yacía recostada sobre el sofá, manejando un teléfono móvil que de momento parecía no responderle.
Mi presencia no la alteró, me ignoraba.
Vestía un short de color azul, antiguo, que como un guante definía su cuerpo. Su figura, despidiendo un olor a jazmín, parecía ser más diminuta de lo que era en mi realidad.
Su pelo negro, largo y sedoso, reposaba sobre sus hombros delgados. Fumaba, el humo del cigarro que inhalaba le producía una tos seca y corta, parecida a las toses que se escuchan durante las representaciones en los teatros. Estaba inquieta. Estableció una comunicación a través del inalámbrico por medio de la mensajería y acto seguido se reincorporó hasta sentarse; reía.
Me saludó con una agradable sonrisa y me preguntó si había cenado, le respondí que no y me ofrecí a preparar la comida. Ella acepto.
Abrí la nevera y escogí un calabacín; lo pelé, partí y troceé; seleccioné un tomate, una cebolla e hice lo mismo. En una sartén puse los ingredientes más un poco de aceite, pimienta y un ajo, y los rehogué. Herví unos espaguetis y les añadí las verduras.
Terminé de preparar la cena y ella aún proseguía sentada a la mesa. La serví. Me miró a los ojos y me dijo gracias.
Observaba sus movimientos espasmódicos y su forma de comer voraz; no estaba quieta un segundo. Lo mismo subía una pierna hasta hacer descansar un pié sobre la silla, como desplazaba el vaso sin intención de beber, como se quitaba el pelo de la cara, bajaba el pié o cruzaba las piernas, todas sus acciones parecían funcionar de una manera mecánica, como si fuera gobernada mediante un forma de control ajena a ella.
Yo, disimulando mi admiración ante su comportamiento, me mostraba cortés.
-Voy al cuarto de baño -me dijo.
-No te preocupes, yo quitaré la mesa -le contesté.
Retiré los platos, los introduje en el lavavajillas, y me dirigí a la terraza.
Me tumbé en el sillón admirando la constelación de Orión, e intentaba explicarme como podía haber llegado esa persona a mi casa, y es más hasta mi comedor.
Pasaron varios minutos y al ver que no regresaba la llamé. No obtuve respuesta. Me acerqué hasta el baño. Oía el agua correr. Toqué a la puerta suavemente y pregunté si se encontraba bien. Volví a insistir, pero no recibí respuesta. Decidí abrir la puerta y entrar.
Extrañado dirigí mi primera mirada hacia la ducha esperando encontrar al trasluz una figura femenina; corrí las cortinas pero no vi ningún cuerpo.
Dirigí la mirada hacia el espejo y, escrito con pintalabios leí:
-Nunca creíste en mí.